Autor: Paulino Castells (Doctor en Medicina, Psiquiatría infantil y juvenil).
Entre todos, cada uno a su manera, los unos con mayor y los otros con menor sutileza, estamos matando al niño. Y no lo matamos precisamente en el digno sentido del rito de paso de la pubertad, que practicaban y aún practican los pueblos naturales –antes llamados primitivos–, con aquello de “matar al niño”, que ya está dejando de ser infante para pasar a puber, para que “nazca el adulto”, y así convertirse en guerrero o en esposa y ser aceptado por la colectividad. Lo matamos a secas. Le quitamos bruscamente la infancia, sin darle nada a cambio. Tenemos prisa, casi urgencia, para que el menor pase como una ráfaga por su niñez –¡antaño llamada “edad de oro”, fíjese usted!– , como si fuera un soplo del que luego ni se acuerde, sin vivencias, vacío. Le dejamos lo mínimo imprescindible: que se ensucie en el parque infantil y se deje cambiar las caquitas en la guardería. ¡Fuera pañales y al cole! (eso sí: bien cargado de libros para que no se aburra).
A la que podemos –y siempre procuramos que sea lo antes posible–, le vestimos de hombrecito o de mujercita y lo metemos de lleno en el mundo de los adultos. De tal manera que a base de codearse con nosotros, compartir nuestras aficiones de adultos y participar sin ningún recato –por nuestra parte– en conversaciones íntimas, no importa que se trate de escabrosos asuntos de alcoba o de dudosos intríngulis laborales (“en casa no tenemos secretos con los hijos, doctor”), pronto le ponemos al día de todas las miserias que realizamos los mayores, de nuestra bajeza moral y mezquindad de pensamientos.
Animándole, luego, a que siga nuestro ejemplo y nos secunde en el mantenimiento de la sociedad que hemos creado para él/ella (insistiendo en eso de que: “se lo hemos creado para él/ella”). También le decimos bien claro que si no se aparta de las normas y no se sale por peteneras, ¡hasta le dejaremos tiempo para jugar!; eso sí, siempre y cuando sea con los juegos juguetes que previamente le hemos escogido y limitándose al horario que para él/ella hemos establecido (“no sea caso que acabe perdiendo el tiempo jugando”).
Hasta ahora, como hemos querido representar una aparente honestidad ante nuestros vástagos y pupilos –para que no nos vieran como auténticos verdugos de su infancia, sino más bien como respetables padres y amantísimos educadores–, hemos querido lavar nuestra imagen. Así, con nuestro afán de sacudirnos las pulgas de encima, hemos decidido que lo mejor era buscar un chivo expiatorio, una cabeza de turco a quien culpabilizar de los males que acechan a nuestros retoños. ¡Y quién mejor que la vilipendiada televisión, atacada cada día por la mediocridad o podredumbre de sus programas! Aunque voces a su favor también se hacen oír, con poderosas y convincentes razones; no obstante, nadie duda que parte de culpa tiene el medio televisivo en la matanza de inocentes... pero no tanta como hemos querido hacer creer a la gente a menudo y a nuestras propias doloridas conciencias. Pero, incluso, quien defienda la bonanza de la televisión en el desarrollo del niño, estará de acuerdo en que la atractiva pantalla quita tiempo para hacer otras cosas importantes, entre ellas, jugar.
En resumidas cuentas, en esta amalgama de uniformidad en que nos empeñamos en meter con calzador a los niños, de forzar la igualdad entre hijos y padres borrando fronteras entre las generaciones, despreciando las actividades lúdicas espontáneas, empecinados en programar esclavizando tiempo de ocio, con este afán de suprimir los brotes de creatividad y genialidad de los hijos y alumnos... estamos matando al niño. Quizá no nos demos cuenta; pero, ahora, con urgencia, es momento de reflexionar y buscar soluciones a esta impune masacre. No nos autodisculpemos con aquello de que “entre todos lo mataron y el solito se murió”.
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